En
cuanto se asomó y vio lo que allí se cocía, Cirilo lo tuvo claro. Recogió sus utensilios y le dijo al jefe de cocina que
aquel plato carecía de sabores africanos. Cómo disfrutaba del trabajo probando
sabores de mil recetas preparadas por los grandes cocineros del mundo. Qué
maravilla aquellas algas azules con sabor a limón, qué recuerdos en Escocia
aquellas coles en salsa de whisky evaporado. Nadie podía imaginar su plato
preferido: tal vez hormigas dulces congeladas o crisálidas crujientes con toque
de cilantro amargo. Qué difícil satisfacer al gran genio de la cocina moderna.
Ahí estaba, saboreando lo mejor de la gastronomía africana, a ver si surgía
algo digno de ser recordado. Y es que Cirilo era un ornitorrinco muy sensible.
Su paladar de pico de pato percibía cualquier ingrediente. Hasta en el agua
podía identificar sabores mejor que los peces sabueso. Pero no era perfecto. Su
punto débil eran los discos de vinilo. Eso le perdía. Y no digamos si sonaba un
fado portugués. Quedaba extasiado, inmóvil, emocionado. Tarareaba con desgarro
y abandonaba sus observaciones culinarias, inmóvil, levitando, sintiendo la
guitarra. Se despistó. Dijo que en el plato no había ingredientes africanos.
Ahí empezó su declive.
L.C.N.
L.C.N.
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